Editorial 7: El desarrollo emocional antes de nacer

Octubre de 2010

En palabras de D. W. Winnicott en 1964, pediatra y psicoanalista infantil británico mundialmente reconocido: “No hay bebés…un bebé no puede existir solo, sino que es esencialmente parte de una relación”. Y probablemente esa relación a la que se refiere el Dr. Winnicott comienza con “La Primera Identidad” de la nueva persona, presente incluso antes de su nacimiento en la mente de sus padres, quienes desde el primer momento en que tienen noticia de su existencia, generan una imagen de su futuro bebé que influirá en la relación de la triada (hijo-madre-padre) y en cada una de las diadas (hijo-madre, hijo-padre, padre-madre) y, por lo tanto en la actitud de éstos hacia el hijo que han creado. La identidad, por tanto, de ese bebé así como su desarrollo emocional, se verán influidos por factores anteriores incluso a su nacimiento.

Cada persona tiene una identidad que viene determinada por sus cualidades físicas y psicológicas, a través de sus sentimientos, pensamientos y conductas. Entre ellas parece fundamental la forma en la que cada individuo se relaciona con su entorno, con la naturaleza, con sus iguales, con la autoridad, con quienes están bajo su tutela, … Es bien conocido que nuestra carga genética va a influir en nuestra talla, en la forma de nuestro cuerpo, en algunas de nuestras fortalezas y defectos. Del mismo modo, los modos de relación tempranos que desarrollamos con nuestro entorno constituyen una especie de esquema interno de concebir el mundo relacional que va a ser crucial y va a condicionar en buena medida el desarrollo de nuestra futura capacidad relacional. Entre otras características personales esas relaciones tempranas van a modelar la forma en que nos presentamos a los demás, nuestro peso, nuestro atractivo, seguridad, la congruencia y la coherencia que mostremos en nuestros actos.

El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define identidad como el conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás, o también como la conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a las demás, o el hecho de que alguien o algo sea el mismo que se supone o se busca.

El desarrollo de la identidad personal se nutre de aspectos innatos biológicos y de las relaciones interpersonales que el recién nacido va creando; posiblemente también de algunos aspectos que ya en la vida intrauterina van condicionando su temperamento más o menos tranquilo, más o menos confiado, su tono vital, su susceptibilidad a las novedades y sobresaltos, y otros aspectos de la personalidad ya incipientemente presentes desde el nacimiento.

Si todo recién nacido sano tiene una tendencia innata a desarrollarse como una persona total y creadora, ha de poseer sin embargo un entorno inicial como base para tal desarrollo. En los primeros meses de vida el entorno es casi sinónimo de la madre. En ese momento, la intervención del padre está mediatizada por la madre y, en un primer momento, el padre cumple la función de favorecer al entorno: el padre interviene ayudando a la madre y preservando a la diada madre-lactante, aportando a la madre (en cuanto entorno) sentimientos de seguridad y de amor que ésta transmite al hijo.

Inicialmente el bebé debe encontrar en la madre todo lo que necesita, entender que el mundo es perfecto. Si no fuera así, el bebé en sus etapas más tempranas comenzaría a desarrollar temores que podrían tener continuidad en su vida adulta. Progresivamente y conforme el grado de desarrollo psiconeurológico de la nueva persona va evolucionando, irán apareciendo desilusiones que irá procesando de acuerdo con su grado de desarrollo, siendo capaz de ir sorteando los diferentes obstáculos que van surgiendo y adaptándose a nuevas situaciones (tener que separarse de su mamá y su papá para ir a la guardería, tener que comer o dormir solo, etc.)

Poco a poco, la nueva persona va aceptando su propia independencia de la madre (y del padre) descubriendo espacios, fenómenos y objetos transicionales (como su juguete preferido) que facilitan la creación de su propio entorno de seguridad.

Un defecto de vínculo genera en la nueva persona una continua sensación de incertidumbre, de soledad, de incapacidad para adaptarse a nuevas situaciones, que tendrá consecuencias igualmente inciertas más adelante, tal vez no a los dos años de edad, o a los ocho…probablemente en las etapas en las que las exigencias sean mayores (en cada persona puede ser en un momento diferente coincidiendo con circunstancias de su vida pero en general la adolescencia y el inicio de la edad adulta suelen ser las de máxima vulnerabilidad).

El periodo perinatal es un periodo de enorme vulnerabilidad para la salud mental del bebé, el padre y la mujer embarazada, que comienza a desarrollar un sentido de sí misma como madre del futuro bebé, y al mismo tiempo se ve afectada por numerosos cambios psicológicos y hormonales que amenazan y/o potencian su psicopatología y pueden conllevar el establecimiento de relaciones madre-hijo alteradas, que podrían dejar huella de generación en generación. Hay diferentes abordajes de prevención e intervención en este periodo, todos ellos encaminados a la promoción de la salud integral de la madre, el padre, el recién nacido y la familia de éstos.

Durante décadas, la investigación sobre el apego ha enfatizado la importancia de la sensibilidad de la madre a la hora de proporcionar al bebé un amplio rango de cualidades biológicas, cognitivas y relacionales positivas. De hecho, la mayoría del trabajo en programas de intervención temprana se ha centrado en fomentar la sensibilidad y capacidad de respuesta de la madre a los requerimientos del bebé. A partir de esta idea han surigido conceptos como el de funcionamiento reflexivo, es decir, la capacidad de entender que el comportamiento propio y el de los otros, está vinculado de modo significativo a los estados mentales, es decir, a sentimientos, deseos y pensamientos. La madre que funciona reflexivamente puede leee las intenciones y sentimientos de su hijo, y pueda responder de una forma sensible y adecuada.

Los diferentes modelos de intervención prestan atención a la capacidad de la madre para identificar su propia experiencia afectiva y reconocer y responder a la experiencia de su hijo, pero no por sí misma, sino desde el significado de sus sentimientos.

Algunos de los factores que pueden alterar esa interacción entre los padres y su hijo son las vivencias traumáticas, los abusos de sustancias que influyan en la percepción y en la capacidad de reflexión, los sentimientos negativos predominantes en la relación que ha dado lugar al nacimiento de la nueva persona.

Está ampliamente demostrado que los hijos de madres menos sensibles, menos positivas y más negativas hacia el embarazo presentan un peor rendimiento cognitivo a los 18 meses de edad. A los 5 años de edad, presentan más problemas de comportamiento y una interacción social más pobre y mayor frecuencia de comportamientos agresivos. Cada vez se sabe más sobre la influencia del estrés de la madre, la depresión y la ansiedad durante el embarazo y el futuro desarrollo emocional y cognitivo del bebé.

Parece por tanto adecuado como mínimo tratar de identificar los casos de riesgo, tales como embarazos de adolescentes, embarazos no deseados, padres violentos o consumidores habituales de sustancias psicótropas, padres con trastornos mentales e incluso otras circunstancias sociales desfavorables, como los que se dan en ambientes económico-culturales bajos o en familias con problemas de relación. Pero no sólo eso que es más evidente, parece un ejercicio interesante de responsabilidad el reflexionar sobre las formas de mejorar la relación con nuestro bebé, incluso antes de que nazca, conocer nuestras motivaciones, temores, deseos…e ir integrándolos para favorecer una primera identidad más sana en la persona a la que vamos a traer al mundo. Si nos cuesta mucho o no nos consentimos esa reflexión, podría ser incluso necesario hablarlo con aluguien en quien confiemos, con experiencia, que pueda ayudarnos…o incluso acudir a profesionales que están preparados para ello, a través de los especialistas que nos ayudan en el periodo perinatal (matrona, obstetra/ginecólogo, neonatólog/pediatra, etc.).

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